Hace unos días habíamos salido con mi esposo y mi pequeñín a almorzar en un sitio muy lindo de hamburguesas. Desde que nos hemos convertido en papás muchas de nuestras costumbres se han alternado radicalmente pero hay otras también que buscamos en lo posible mantener y seguir disfrutando.
Salir a comer (ahora más a almorzar) es algo que nos gusta mucho, y tenemos la fortuna de que a nuestro pequeño principito le gusta comer y de todo (al menos por el momento, se que todo puede cambiar igual) así que siempre que podemos nos escapamos fuera de casa. Obviamente el tiempo que puedo dedicar ahora a disfrutar de mi propio plato es enormemente más breve, e incluso termino limentándome menos orque al compartir con él, cada vez más yo salgo perdiendo!
Volviendo al lugar lindo de hamburguesas, habíamos casi ya terminado de almorzar y yo había llevado para mi pequeñín un platanito como postre. Tenía la lonchera lejos así que cuando lo pelé no tenia a la mano un tupper donde dejar la cascara y tampoco tenia un platito libre en la mesa, así que opte por colocar la cascara sobre el pan que había dejado de mi hamburguesa (me había terminado ya toda la carne, buenos “nos”) y había dejado el pan.
Así que dejé allí la cascara. Mientras le daba su platanito, yo me daba unos momentos para seguir disfrutando de las ricas papitas fritas de mi plato, cuando vino muy rápido y solícito un mozo a preguntarme: “Desea que retire ya uplato?” A lo que le contesté muy amablemente, “no gracias, estoy comiendo papitas aún”. Y noté cierta expresión en su rostro que no entendí, pero no me quitó el sueño tampoco.
Pocos minutos después, mi esposo sacó a nuestro pequeñín de la silla de comer para que jugara un rato antes de irnos, y en ese medio minuto de soledad, miré mi plato y entendí la mirada del mozo. Yo había seguido comiendo papitas sobre un plato que tenía en un extremo toda una cascara de platanito ahí medio estrellada sobre el pan que había quedado de la hamburguesa. Entendí entonces por qué el mozo pensó que yo ya había terminado de comer y también entendí esa microscópica mueca en su rostro. Y me di cuenta de que yo hubiera puesto exactamente la misma cara tiempo atrás, si veía a alguien comer sobre un plato que parecía ya listo para irse de vuelta a la cocina.
Reparé de golpe en cuántas veces había realizado juicios anteriormente, juicios a mamás antes de convertirme yo también en una. Y claro… qué fácil es juzgar (o llamémoslo opinar) antes de… Si alguien me hubiera descrito la escena que yo misma realicé, seguramente hubiera dicho: “yo! No hay forma” comer papitas fritas al lado de una cascara de plátano sobre unos restos de pan, jamás! Pero resulta que sí. Lo hago y he hecho ya muchas cosas que anteriormente juzgué.
Que si lloran, que si no lloran, que si los dejan gritar, que si no gritan, que si el chupón, que si la lactancia, que si dejarlos comer solos o no… y un largo etcétera. Y hoy me queda clarísimo que a pesar de mi genuina intención de respetar las diferencias, muchas veces he en mi cabeza he realizado juicios a mamás, e incluso hoy puedo estar viviendo también cosas que anteriormente consideraba como poco positivas o naturales.
Reconozco en mí muchísima soberbia de haber pensado o sentido así. Cada persona, cada mamá, cada niño, cada familia es única y no podemos saber (ni nos compete tampoco) que es lo que sucede detrás de cada rostro, de cada palabra, de cada acción.
Lo que si encuentro que es súpersaludable es darnos permiso para ver, observar, conocer y nutrirnos, saber de otras experiencias para luego encontrar, decidir, optar por nuestras propias practicas y elecciones.
Y el juzgar o dejar de juzgar no tiene tanto que ver con el otro como un una misma. Cada vezque he caído (o caigo) en juzgar lo que estoy haciendo es ponerme a mi misma también un listón altísimo, una vara con la que yo misma me comparo y por ende un estándar muchas veces dificilísimo (sino imposible) de alcanzar. El darnos permiso para no juzgar, el permitirnos respetar al otro significa principalmente abrazarnos y querernos y respetarnos a nosotros mismos. Darnos la tregua como mamás, reconocernos y querernos imperfectas y vulnerables.
Así, mi invitación para este entrega es a que nos detengamos un momento y nos preguntemos:
¿Con qué frecuencia “juzgo” (critico) lo que hacen o dejan de hacer otras mamás?
¿Qué implicaría para mí dejar de “juzgar” (criticas, opinar…)?
¿Cómo puedo quererme y aceptarme más como mamá “perfectamente imperfecta”?